A esa hora en que la luz
se vuelve dorada
sobre las hojas de los árboles,
te recuerdo
enferma de soledad,
junto a mí,
repleta de tristeza,
con tu sonrisa
y tus palabras
invitando a divertirnos.
Porque sabes,
igual que yo,
que no hay nada tan triste
como cruzar el paraíso.
Algunos lo hacemos
una y otra vez,
dejándonos allí
aquello que deberíamos
olvidar.
No te prometí nada,
y posiblemente no sirva de nada,
pero ahora prometo haberme quedado
con un pedacito de tu tristeza,
y un reflejo en mis pupilas,
una oración
que dice:
ambrosía
son los pliegues de tu piel.
A esa hora en que la luz
se vuelve dorada
sobre las hojas de los árboles,
aparece en mi memoria
un pequeño rincón
de la historia
del que somos dueños,
diminuto
y luminoso.
Ya me avisó Padre,
no hay nada tan triste
como cruzar el paraíso.
Y seguir vivo.